Por: Miguel Páez Caro (**)
I
Aquel año 1988 el mundo literario hispanoamericano celebró con cierta nostalgia el centenario de la publicación de Azul, una de las obras más comentadas del poeta nicaragüense Rubén Darío; “Fue como una revolución para el idioma castellano”, dijo durante una pomposa izada de bandera la profesora de lenguaje del Colegio Adventista de Ibagué, lugar donde yo cursaba por entonces grado octavo. Yo era un adolescente que lidiaba con el acné, la fiebre del fútbol y el temor a ser rechazado por las chicas; un imberbe que, además, debía sobrellevar los caprichos literarios de la maestra.
A pesar de los esfuerzos de la profesora para que en el colegio los chicos tuviéramos por tema de conversación la poesía, en especial la de Rubén Darío (su “príncipe de las letras”), pocos se deleitaban con los libros que imponía para le lectura. Lo que si disfrutábamos era perder tiempo de clase, así se tuviera que escuchar durante la izada de bandera, bajo el agobiante sol matutino, a los nerdos del colegio recitar de memoria extensos poemas en los que cada palabra parecía sacada de un diccionario de botánica tropical o de un santoral vietnamita en que los nombres son tan cómicos como impronunciables; recitales que a veces hacían que se consumieran las primeras horas de clase, hasta que llegaba el descanso y huíamos felices hacia el Parque Centenario, un extenso campo que semejaba la tierra prometida, para hacer cosas que considerábamos más interesantes, más acordes a nuestra edad, como saltar desde los muros para poner a prueba el buen calcio de los huesos o robarle besos a las chicas bonitas.
No obstante esas situaciones normales en la vida de los
estudiantes de secundaria, en el Colegio Adventista sucedían cosas fuera de lo
común. Una de las que siempre me impresionó es que se leía por igual La Biblia
y los mejores poemas de la lengua castellana. Lo de leer la Biblia resultaba
más que normal, ya que el propósito era formar estudiantes a punta de los
preceptos de la Torá y de las enseñanzas de Helena G. de White. Esa resultó ser
la razón principal por la que mi madre decidió una tarde, después de ser
informada sobre mi expulsión del Colegio Santofimio, que matricularme en el
Adventista era la solución para salvarme de los peligros de la adolescencia.
Ingresar a un colegio privado y conservador representó una especie de “resurrección”
después del duro fracaso de perder el año y de ser vetado en los colegios
oficiales de la ciudad por mis innumerables faltas a la convivencia escolar.
II
La señorita Silvia, una licenciada en lengua
castellana con aspecto de esposa Amish, era practicante del adventismo y
defensora de la idea de que leer poesía constituía otra de las formas de salvar
almas. Su método era sencillo: desempolvar los viejos libros de la biblioteca, en
su mayoría de poemas, ponerlos sobre el escritorio del salón y llamar durante
la clase a cada estudiante para que eligiera el que más llamara su atención,
luego de lo cual debía leerlo como el mejor de los críticos y dar un sermón
literario frente a los compañeros. Si alguno insinuaba que no elegiría libro,
la señorita Silvia hacía uso de su autoridad pedagógica y le asignaba uno;
nadie tenía chance de negarse; “solo se aprende a amar la poesía leyendo poesía”,
era su consigna.
En una época en que los estudiantes no podían refutar
a sus profesores, muchos terminamos declamando a Amado Nervo, José Martí, Pablo
Neruda y, por supuesto, a Rubén Darío. Varias veces la señorita Silvia nos hizo
copiar en el cuaderno que su amado Rubén era el “padre del modernismo literario
en lengua española”, sin que por aquella época ninguno de nosotros supiera la
diferencia entre “moderno” y “actual”, y sin que pudiéramos explicarnos cómo
alguien que decía ser “modernista” había muerto hacía tantos años, ya que en
cierta ocasión se gastó las dos horas de clase de español para explicarnos que
el poeta era como “uno de los nuestros”, por el hecho de haber nacido un lejano
enero de 1867 en un país de habla hispana y de costumbres tropicales llamado
Nicaragua; un país como Colombia.
Se emocionaba contándonos que desde joven él había demostrado
un talento excepcional para la poesía, hasta el punto de haber sido reconocido
por su estilo innovador y por el uso magistral del lenguaje. Una de las partes
más interesantes de sus continuas alusiones a Rubén Darío fue cuando nos contó
que el poeta había viajado por varios países de América, entre ellos Colombia,
y que había sido designado embajador de nuestro país en Argentina, “porque para
un poeta no hay nada imposible”, nos decía para convencerse de que estaba
creando un mito en el que todos seguiríamos creyendo eternamente.
Una de las clases más exóticas fue aquella en que nos
habló de la muerte del poeta, acaecida un 6 de febrero de 1916; decoró el salón
con flores de cementerio y fotos del poeta a blanco y negro, y repartió café en
pocillos de porcelana, lo que le dio un aspecto fúnebre, situación que no nos
disgustó, porque si algo disfrutábamos era toda aquella parafernalia con la que
la señorita Silvia se esmeraba por contagiarnos su bicho por la poesía.
Gracias a ese esmero, un tanto exagerado para una
clase de secundaria, aprendí que Rubén Darío hacía parte de los grandes poetas
de la lengua castellana, aunque para la señorita Silvia se trataba de un
talento inigualable, algo así como el John Lennon de la poesía. Por esa
obsesión todos en el grado octavo aprendimos a hablar de títulos como Prosas
Profanas, Cantos de Vida y Esperanza y El Canto Errante. Durante
las clases, mientras cada chico hacía su mejor esfuerzo por demostrarle a la
maestra que había leído y comprendido la obra del poeta nicaragüense, escuché a
algunos decir ocurrencias tales como que las Prosas profanas eran “una especie
de viaje a lugares exóticos y emocionantes, pero descritos de una manera súper
poética”; o que resultaba “genial para escapar de la rutina diaria y sumergirte
en un mundo lleno de color y emoción”. A una compañera de clase, que se tomaba
a pecho eso de leer poesía, la escuché decir que los Cantos de Vida y
Esperanza la habían hecho “reflexionar sobre la vida, la muerte y todas
esas cosas profundas, pero de una manera que no le resultaba aburrida, como las
clases de biblia”. Yo también tuve ocasión de pararme frente a todos y decir lo
que pensaba después de leer el Canto Errante:
–Me suena a música de Julio Jaramillo.
La señorita Silvia dejó su silla y corrió a interrumpirme
para evitar que deformara la imagen del poeta. Luego corrigió frente a sus estupefactos
estudiantes:
–Páez quiere decir que los poemas de Rubén Darío tienen
ritmo y fluidez, como si estuvieran destinados a ser recitados en voz alta.
Después enfiló sus ojos hacia mí. Por un momento creí
que me iba a excomulgar. A cambio ideó una salida propia de su talante:
–Me encanta la forma en que exploras las ideas y
emociones a través de sus versos, es como si estuvieras hablando directamente con
el alma, y eso fue lo que siempre intentó Rubén Darío: hacerle sentir a los
lectores cosas que ni siquiera sabían que podían sentir.
Con seguridad la memoria altera muchos datos. En lo
que no puede traicionarme es en que, por necesidad de sacar una calificación o por
solidaridad con la señorita Silvia, algunos cuantos estudiantes hicimos el
esfuerzo por comprender de qué trataba aquella poesía y aquella prosa que había
logrado enamorar a una mujer a la que le iban mejor las citas bíblicas que los
versos de un poeta nicaragüense, y a quien el destino le había otorgado la
responsabilidad de echarse al hombro la revolución de un idioma como el
castellano, una nueva forma de hacer y sentir la poesía.
III
Piscina tenía el cabello largo y dorado, y unos ojos
tan azules que fueron ellos los culpables de que yo sintiera, por primera vez,
que el amor es una especie de mar en el que resulta de lo más normal sumergirse
hasta lo profundo. Cuando ingresó al colegio, allá por febrero del año 1989, causó
un revuelo con su nombre y con sus ojos. Todos queríamos bañarnos en su mirada
y saciar la sed con el agua fresca de su belleza.
A pesar de sus quince años y de cursar el grado noveno,
le gustaba andar con tipos mayores. Lo supimos la ocasión en que apareció un
motorizado para recogerla luego de las clases y que la besó con cierto morbo
antes de huir por la avenida. Sentimos que el sueño por conquistar a Piscina había
sido una especie de pájaro enclenque como las de los cuentos de Rubén Darío. Por mi parte busqué
refugio en la poesía. Le pedí a la señorita Silvia que, aquel primer periodo
del año escolar, me dejara leer Azul, la otra obra de la que nos había
hablado con elocuentes apelativos. Luego de hacerle semejante exigencia, sentí
que era una tonta forma de llorar a Piscina y de mantener viva la idea de
conquistarla. En vez de comentar los cuentos de Azul, como aconsejó la
maestra, improvisé algunas líneas intentando imitar la fluidez y ostentosidad verbal
de Rubén Darío, remedos líricos que derivaron en un dilatado poema épico que la
señorita Silvia me dejó recitar en frente de la clase.
En todos esos llorosos versos se percibía la voz de un
enamorado que increpa a los demonios de algún infierno muy terrenal por no
secundarlo en la aventura de seducir a la altiva Piscina, un exabrupto que sacó
largos bostezos a los pocos estudiantes que estuvieron atentos a la lectura del
poema. El acto más atrevido de aquel plagio fue contar que cierto día el
enamorado, cansado de rogar a su amada sin encontrar respuesta, decidió “dejar
en libertad” a su pájaro azul, un anunciado suicidio motivado por la
imposibilidad para conquistar el amor de su chica, “Biográfico y descarado”,
fueron los calificativos de la compañera de clase que conocía de memoria los
cuentos de Azul.
Debido a lo incontrovertible del plagio, la señorita
Silvia me expulsó del recital del día del idioma, allá por abril de 1989, un
acto cultural que fue opacado por la noticia de que Piscina, la chica que salía
con tipos mayores, había sido descubierta en un amorío con el rector del
colegio, un lío propio de una telenovela mexicana o de un bochinche de barrio, que derivó en la expulsión
de la chica y en la renuncia del rector. Gajes del amor contrariado, comentó abusando de su saber "garciamarquiano" la
coordinadora del colegio para justificar a su estragado jefe.
Burlado en mis sentimientos por Piscina y desairado
por la señorita Silvia, empecé a escribir poemas en los que renegué de los
libros de poesía escrita por nicaragüenses y, naturalmente, del amor. Fueron
mis primeros versos originales, rimas en las que se respiraba rebeldía, pero en
los que, a pesar de mi rabia hacia Rubén Darío, resonaba esa idea de que las
palabras son capaces de decir lo que resultaba inefable y retratar lo que hierve
en las entrañas.
IV
Han pasado muchos años desde aquellas aventuras de
colegio. Sigo creyendo que Rubén Darío, el poeta, el revolucionario, fue algo
más que una excusa para intentar conquistar el amor de una mujer imposible. Hacia
el año 2008, viviendo ya en Cali y decidido a graduarme como licenciado en
literatura con la UPB de Medellín, encontré a Mario Restrepo, exprofesor de la UPB y quien me apoyó con la
dirección de la monografía, un arriesgado análisis sobre la conciencia de caída
y el exilio en Porfirio Barba Jacob, y su modernismo tardío.
En alguna parte de aquella ávida investigación volví a
encontrarme con el nombre de Rubén Darío. Intuí que algo había quedado
inconcluso, no en el amor, sino en la literatura. Intenté saldar deudas de la
mejor forma. Así que elucubré una extensa valoración sobre el verdadero puesto
que se le debía dar al poeta nicaragüense dentro de esa revolución que
representó para las letras Hispanoamericanas el periodo modernista. Lo
consideré más que acertado y así se lo hice saber al director del trabajo, un
enamorado de la poesía de Rubén Darío (¿la reencarnación de la señorita
Silvia?), el cual aprobó mis arriesgadas hipótesis sin interponer objeciones.
Nada de eso sirvió. La monografía fue rechazada. Según
el profesor Iván Carmona, director del programa en la UPB de Medellín, los
evaluadores habían sentenciado que se le daba “más importancia a un argumento
que al tema principal”. Al final el profesor Iván Carmona, durante una charla
en la cafetería de la Universidad, confesó que había disfrutado mucho lo que yo
había escrito sobre Rubén Darío, pero que primero estaba el maldito rigor
académico, “Deberías escribir una buena crónica sobre el poeta para la revista
de la universidad, yo te ayudo a publicarla”, me animó.
Iván retornó a sus actividades, a las que tanto
criticaba desde la época en que fuera mi profesor, y todo pasó al olvido. A mi
regreso a Cali rememoré aquella conversación. Con cierto bochorno descubrí que
Piscina jamás había desaparecido de mis recuerdos y que, sin importar lo que
había sucedido con sus amores con tipos mayores, seguía siendo una parte
importante de mi pasado. Ese amor idealizado había nacido de la mano de los
versos de Rubén Darío, en una época en que, por mi edad o por lo que fuera, no
sabía diferenciar un verso de una línea en prosa; tiempo en que todas las
figuras literarias eran simples metáforas que decían las cosas de una manera
como nadie era capaz de decirlas; un periodo de la vida en que, más que saber
de literatura como un teórico que intenta disertar sobre el amor desde una
biblioteca, vivía la poesía desde las entrañas, como una música cuyo ritmo
retumbaba en las fibras del alma.
La decepción que representó Piscina ha sido superada. Aunque
me he vuelto más cerebral en la comprensión de la poesía, sigo creyendo que es
una herramienta para decir cosas de manera diferente a como lo haríamos en el
habla cotidiana (hablar desde las entrañas), pero también una forma de rescatar
las palabras de su condición instrumental, algo semejante a considerar las
palabras en su estado original, quitándoles la maleza con que las vestimos a
diario por la necesidad de comunicarnos y de ser comprendidos para responder a
la exigencia productiva que impone el capitalismo. En esa tarea he sentido
presente, como la imagen de un santo, la figura de Rubén Darío, el poeta cuya
admiración creció en mi con la misma intensidad del amor adolescente.
(**) Escritor y docente. Director del Taller Ibagué Escribe y Cuenta, perteneciente a la Red Relata. Consejero Departamental de Literatura del Tolima 2024-2027.