Azul como los ojos de Piscina (*)

Por: Miguel Páez Caro (**)

(*) Esta crónica fue escrita en 2016 con motivo de los cien años del fallecimiento del poeta Rubén Darío.

I

Aquel año 1988 el mundo literario hispanoamericano celebró con cierta nostalgia el centenario de la publicación de Azul, una de las obras más comentadas del poeta nicaragüense Rubén Darío; “Fue como una revolución para el idioma castellano”, dijo durante una pomposa izada de bandera la profesora de lenguaje del Colegio Adventista de Ibagué, lugar donde yo cursaba por entonces grado octavo. Yo era un adolescente que lidiaba con el acné, la fiebre del fútbol y el temor a ser rechazado por las chicas; un imberbe que, además, debía sobrellevar los caprichos literarios de la maestra. 

A pesar de los esfuerzos de la profesora para que en el colegio los chicos tuviéramos por tema de conversación la poesía, en especial la de Rubén Darío (su “príncipe de las letras”), pocos se deleitaban con los libros que imponía para le lectura. Lo que si disfrutábamos era perder tiempo de clase, así se tuviera que escuchar durante la izada de bandera, bajo el agobiante sol matutino, a los nerdos del colegio recitar de memoria extensos poemas en los que cada palabra parecía sacada de un diccionario de botánica tropical o de un santoral vietnamita en que los nombres son tan cómicos como impronunciables; recitales que a veces hacían que se consumieran las primeras horas de clase, hasta que llegaba el descanso y huíamos felices hacia el Parque Centenario, un extenso campo que semejaba la tierra prometida, para hacer cosas que considerábamos más interesantes, más acordes a nuestra edad, como saltar desde los muros para poner a prueba el buen calcio de los huesos o robarle besos a las chicas bonitas.



No obstante esas situaciones normales en la vida de los estudiantes de secundaria, en el Colegio Adventista sucedían cosas fuera de lo común. Una de las que siempre me impresionó es que se leía por igual La Biblia y los mejores poemas de la lengua castellana. Lo de leer la Biblia resultaba más que normal, ya que el propósito era formar estudiantes a punta de los preceptos de la Torá y de las enseñanzas de Helena G. de White. Esa resultó ser la razón principal por la que mi madre decidió una tarde, después de ser informada sobre mi expulsión del Colegio Santofimio, que matricularme en el Adventista era la solución para salvarme de los peligros de la adolescencia. Ingresar a un colegio privado y conservador representó una especie de “resurrección” después del duro fracaso de perder el año y de ser vetado en los colegios oficiales de la ciudad por mis innumerables faltas a la convivencia escolar.

 

II

La señorita Silvia, una licenciada en lengua castellana con aspecto de esposa Amish, era practicante del adventismo y defensora de la idea de que leer poesía constituía otra de las formas de salvar almas. Su método era sencillo: desempolvar los viejos libros de la biblioteca, en su mayoría de poemas, ponerlos sobre el escritorio del salón y llamar durante la clase a cada estudiante para que eligiera el que más llamara su atención, luego de lo cual debía leerlo como el mejor de los críticos y dar un sermón literario frente a los compañeros. Si alguno insinuaba que no elegiría libro, la señorita Silvia hacía uso de su autoridad pedagógica y le asignaba uno; nadie tenía chance de negarse; “solo se aprende a amar la poesía leyendo poesía”, era su consigna.

En una época en que los estudiantes no podían refutar a sus profesores, muchos terminamos declamando a Amado Nervo, José Martí, Pablo Neruda y, por supuesto, a Rubén Darío. Varias veces la señorita Silvia nos hizo copiar en el cuaderno que su amado Rubén era el “padre del modernismo literario en lengua española”, sin que por aquella época ninguno de nosotros supiera la diferencia entre “moderno” y “actual”, y sin que pudiéramos explicarnos cómo alguien que decía ser “modernista” había muerto hacía tantos años, ya que en cierta ocasión se gastó las dos horas de clase de español para explicarnos que el poeta era como “uno de los nuestros”, por el hecho de haber nacido un lejano enero de 1867 en un país de habla hispana y de costumbres tropicales llamado Nicaragua; un país como Colombia.



Se emocionaba contándonos que desde joven él había demostrado un talento excepcional para la poesía, hasta el punto de haber sido reconocido por su estilo innovador y por el uso magistral del lenguaje. Una de las partes más interesantes de sus continuas alusiones a Rubén Darío fue cuando nos contó que el poeta había viajado por varios países de América, entre ellos Colombia, y que había sido designado embajador de nuestro país en Argentina, “porque para un poeta no hay nada imposible”, nos decía para convencerse de que estaba creando un mito en el que todos seguiríamos creyendo eternamente.

Una de las clases más exóticas fue aquella en que nos habló de la muerte del poeta, acaecida un 6 de febrero de 1916; decoró el salón con flores de cementerio y fotos del poeta a blanco y negro, y repartió café en pocillos de porcelana, lo que le dio un aspecto fúnebre, situación que no nos disgustó, porque si algo disfrutábamos era toda aquella parafernalia con la que la señorita Silvia se esmeraba por contagiarnos su bicho por la poesía.

Gracias a ese esmero, un tanto exagerado para una clase de secundaria, aprendí que Rubén Darío hacía parte de los grandes poetas de la lengua castellana, aunque para la señorita Silvia se trataba de un talento inigualable, algo así como el John Lennon de la poesía. Por esa obsesión todos en el grado octavo aprendimos a hablar de títulos como Prosas Profanas, Cantos de Vida y Esperanza y El Canto Errante. Durante las clases, mientras cada chico hacía su mejor esfuerzo por demostrarle a la maestra que había leído y comprendido la obra del poeta nicaragüense, escuché a algunos decir ocurrencias tales como que las Prosas profanas eran “una especie de viaje a lugares exóticos y emocionantes, pero descritos de una manera súper poética”; o que resultaba “genial para escapar de la rutina diaria y sumergirte en un mundo lleno de color y emoción”. A una compañera de clase, que se tomaba a pecho eso de leer poesía, la escuché decir que los Cantos de Vida y Esperanza la habían hecho “reflexionar sobre la vida, la muerte y todas esas cosas profundas, pero de una manera que no le resultaba aburrida, como las clases de biblia”. Yo también tuve ocasión de pararme frente a todos y decir lo que pensaba después de leer el Canto Errante:

–Me suena a música de Julio Jaramillo.

La señorita Silvia dejó su silla y corrió a interrumpirme para evitar que deformara la imagen del poeta. Luego corrigió frente a sus estupefactos estudiantes:

–Páez quiere decir que los poemas de Rubén Darío tienen ritmo y fluidez, como si estuvieran destinados a ser recitados en voz alta.

Después enfiló sus ojos hacia mí. Por un momento creí que me iba a excomulgar. A cambio ideó una salida propia de su talante:

–Me encanta la forma en que exploras las ideas y emociones a través de sus versos, es como si estuvieras hablando directamente con el alma, y eso fue lo que siempre intentó Rubén Darío: hacerle sentir a los lectores cosas que ni siquiera sabían que podían sentir.

Con seguridad la memoria altera muchos datos. En lo que no puede traicionarme es en que, por necesidad de sacar una calificación o por solidaridad con la señorita Silvia, algunos cuantos estudiantes hicimos el esfuerzo por comprender de qué trataba aquella poesía y aquella prosa que había logrado enamorar a una mujer a la que le iban mejor las citas bíblicas que los versos de un poeta nicaragüense, y a quien el destino le había otorgado la responsabilidad de echarse al hombro la revolución de un idioma como el castellano, una nueva forma de hacer y sentir la poesía.

 

III

Piscina tenía el cabello largo y dorado, y unos ojos tan azules que fueron ellos los culpables de que yo sintiera, por primera vez, que el amor es una especie de mar en el que resulta de lo más normal sumergirse hasta lo profundo. Cuando ingresó al colegio, allá por febrero del año 1989, causó un revuelo con su nombre y con sus ojos. Todos queríamos bañarnos en su mirada y saciar la sed con el agua fresca de su belleza.

A pesar de sus quince años y de cursar el grado noveno, le gustaba andar con tipos mayores. Lo supimos la ocasión en que apareció un motorizado para recogerla luego de las clases y que la besó con cierto morbo antes de huir por la avenida. Sentimos que el sueño por conquistar a Piscina había sido una especie de pájaro enclenque como las de los cuentos de Rubén Darío. Por mi parte busqué refugio en la poesía. Le pedí a la señorita Silvia que, aquel primer periodo del año escolar, me dejara leer Azul, la otra obra de la que nos había hablado con elocuentes apelativos. Luego de hacerle semejante exigencia, sentí que era una tonta forma de llorar a Piscina y de mantener viva la idea de conquistarla. En vez de comentar los cuentos de Azul, como aconsejó la maestra, improvisé algunas líneas intentando imitar la fluidez y ostentosidad verbal de Rubén Darío, remedos líricos que derivaron en un dilatado poema épico que la señorita Silvia me dejó recitar en frente de la clase.

En todos esos llorosos versos se percibía la voz de un enamorado que increpa a los demonios de algún infierno muy terrenal por no secundarlo en la aventura de seducir a la altiva Piscina, un exabrupto que sacó largos bostezos a los pocos estudiantes que estuvieron atentos a la lectura del poema. El acto más atrevido de aquel plagio fue contar que cierto día el enamorado, cansado de rogar a su amada sin encontrar respuesta, decidió “dejar en libertad” a su pájaro azul, un anunciado suicidio motivado por la imposibilidad para conquistar el amor de su chica, “Biográfico y descarado”, fueron los calificativos de la compañera de clase que conocía de memoria los cuentos de Azul.



Debido a lo incontrovertible del plagio, la señorita Silvia me expulsó del recital del día del idioma, allá por abril de 1989, un acto cultural que fue opacado por la noticia de que Piscina, la chica que salía con tipos mayores, había sido descubierta en un amorío con el rector del colegio, un lío propio de una telenovela mexicana o de un bochinche de barrio, que derivó en la expulsión de la chica y en la renuncia del rector. Gajes del amor contrariado, comentó abusando de su saber "garciamarquiano" la coordinadora del colegio para justificar a su estragado jefe.

Burlado en mis sentimientos por Piscina y desairado por la señorita Silvia, empecé a escribir poemas en los que renegué de los libros de poesía escrita por nicaragüenses y, naturalmente, del amor. Fueron mis primeros versos originales, rimas en las que se respiraba rebeldía, pero en los que, a pesar de mi rabia hacia Rubén Darío, resonaba esa idea de que las palabras son capaces de decir lo que resultaba inefable y retratar lo que hierve en las entrañas.

 

IV

Han pasado muchos años desde aquellas aventuras de colegio. Sigo creyendo que Rubén Darío, el poeta, el revolucionario, fue algo más que una excusa para intentar conquistar el amor de una mujer imposible. Hacia el año 2008, viviendo ya en Cali y decidido a graduarme como licenciado en literatura con la UPB de Medellín, encontré a Mario Restrepo, exprofesor de la UPB y quien me apoyó con la dirección de la monografía, un arriesgado análisis sobre la conciencia de caída y el exilio en Porfirio Barba Jacob, y su modernismo tardío.

En alguna parte de aquella ávida investigación volví a encontrarme con el nombre de Rubén Darío. Intuí que algo había quedado inconcluso, no en el amor, sino en la literatura. Intenté saldar deudas de la mejor forma. Así que elucubré una extensa valoración sobre el verdadero puesto que se le debía dar al poeta nicaragüense dentro de esa revolución que representó para las letras Hispanoamericanas el periodo modernista. Lo consideré más que acertado y así se lo hice saber al director del trabajo, un enamorado de la poesía de Rubén Darío (¿la reencarnación de la señorita Silvia?), el cual aprobó mis arriesgadas hipótesis sin interponer objeciones.

Nada de eso sirvió. La monografía fue rechazada. Según el profesor Iván Carmona, director del programa en la UPB de Medellín, los evaluadores habían sentenciado que se le daba “más importancia a un argumento que al tema principal”. Al final el profesor Iván Carmona, durante una charla en la cafetería de la Universidad, confesó que había disfrutado mucho lo que yo había escrito sobre Rubén Darío, pero que primero estaba el maldito rigor académico, “Deberías escribir una buena crónica sobre el poeta para la revista de la universidad, yo te ayudo a publicarla”, me animó.

Iván retornó a sus actividades, a las que tanto criticaba desde la época en que fuera mi profesor, y todo pasó al olvido. A mi regreso a Cali rememoré aquella conversación. Con cierto bochorno descubrí que Piscina jamás había desaparecido de mis recuerdos y que, sin importar lo que había sucedido con sus amores con tipos mayores, seguía siendo una parte importante de mi pasado. Ese amor idealizado había nacido de la mano de los versos de Rubén Darío, en una época en que, por mi edad o por lo que fuera, no sabía diferenciar un verso de una línea en prosa; tiempo en que todas las figuras literarias eran simples metáforas que decían las cosas de una manera como nadie era capaz de decirlas; un periodo de la vida en que, más que saber de literatura como un teórico que intenta disertar sobre el amor desde una biblioteca, vivía la poesía desde las entrañas, como una música cuyo ritmo retumbaba en las fibras del alma.

La decepción que representó Piscina ha sido superada. Aunque me he vuelto más cerebral en la comprensión de la poesía, sigo creyendo que es una herramienta para decir cosas de manera diferente a como lo haríamos en el habla cotidiana (hablar desde las entrañas), pero también una forma de rescatar las palabras de su condición instrumental, algo semejante a considerar las palabras en su estado original, quitándoles la maleza con que las vestimos a diario por la necesidad de comunicarnos y de ser comprendidos para responder a la exigencia productiva que impone el capitalismo. En esa tarea he sentido presente, como la imagen de un santo, la figura de Rubén Darío, el poeta cuya admiración creció en mi con la misma intensidad del amor adolescente.

(**) Escritor y docente. Director del Taller Ibagué Escribe y Cuenta, perteneciente a la Red Relata. Consejero Departamental de Literatura del Tolima 2024-2027. 

Mr. Poe*

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