Junio 14 de 2024
Por: Miguel Páez Caro, Director del taller "Ibagué Escribe y Cuenta"
Eran casi las 4:30 de la tarde cuando mi esposa me
recordó la reunión con el Consejo Departamental de Literatura:
–Dijiste que tu reunión estaba planeada para el 14 de
junio.
–Así es amor, es hoy a las 6 de la tarde–, dije.
–Estás sobre el tiempo, eres un tipo de la cultura y
debes dar ejemplo–, me dijo mirando el reloj de la sala.
Tenía razón. La cultura es más que un discurso o una
etiqueta. Cultura es la suma de muchos factores. Entre ellos la puntualidad.
Mientras bajaba las escaleras del edificio me percaté
que, como mínimo, me tomaría cuarenta minutos arribar a Caza de Libros, en
el centro de Ibagué, el lugar designado para la reunión de los asistentes
presenciales. Los demás se unirían en la modalidad remota, como se dice en la
actualidad. Difícilmente podría llegar a tiempo para organizar mis cosas e
iniciar la reunión. Lo otro, aunque no menos determinante, era que sería casi
imposible reemplazar un lugar como Caza de Libros y su nuevo espacio,
llamado La Gaitana, con sus libros y su aroma a café; la amistad de
Pablo Pardo y sus cordiales secuaces literarios.
La circunstancia de estar sobre el tiempo me obligó a
idear una solución. Busqué algún lugar con buenos recuerdos en mi memoria. Todo
resultó inútil. Hay experiencias para las que Ibagué es todavía demasiado
pequeña. Acudí a Google Maps. Un punto rojo apareció en la pantalla del
celular: Librería Pérgamo. Recordé la nueva librería de la que me habían
hablado maravillas los integrantes del taller de creación literaria. “Otro dedo
que encuentra su anillo”, me dije. La solución era más que feliz. Un lugar
cercano a mi apartamento para reunirme de manera remota con mis colegas del
Consejo Departamental de Literatura y una oportunidad para conocer un espacio
de esos que uno sueña que abunden más en la ciudad. Llegué sobre las 5 p.m.
Aunque no me atrajo el aspecto exterior, la vista inmediata de los libros y el
aroma a café (¡siempre el aroma del café!) me animaron a seguir. Una señora,
que reconoció mi cara de extraño, me saludó:
–Bienvenido, ¿Necesita algún libro en especial?–,
indagó ella.
–Muchas gracias, solo estoy dando un vistazo.
Quizá no era el lugar que anhelaba (ese lugar ideal
que uno siempre tiene en mente), pero tenía libros y café. Escudriñé los
anaqueles. Hojeé algunos hermosos volúmenes de los infaltables García Márquez y
Borges. También leí alguna página del nuevo libro de William Ospina. Alimenté
mi capricho de viejo catador de libros. Decidido a quedarme para dirigir desde
allí la reunión del Consejo, busqué la cafetería ubicada dentro de la librería.
Me acerqué a la chica del mostrador, saludé e hice mi pedido:
–Americano y torta de almojábana.
Ella se quedó mirándome con unos ojos de iguana de
parque.
–Son diecisiete mil –dijo después de unos segundos–, recibo
solo efectivo.
Luego de pagar, pregunté si había un espacio más
privado para instalarme a la espera de la reunión en la que debía conectarme
con personas de otras ciudades.
–No, está ocupado–, sus ojos seguían mirándome con una
fijeza sardónica.
-¿El que tiene la sombrilla?- dije señalando un lugar
donde había una mesa con dos tazas de café vacías y sin gente a la vista.
–Ese mismo.
–Me voy a ubicar en una de las mesas externas–, dije con
resignación para indicarle dónde debía llevarme el pedido.
Busqué la silla que me pareció más alejada del portón
de entrada. Esa decisión no obedecía solo al posible ruido de la calle. En
Ibagué, como en cualquier otra ciudad, lo mejor es tomar precauciones con la
seguridad. Corrí la silla y me senté con la idea de haber hallado la atmósfera
apropiada para ser anfitrión de la reunión del Consejo de Literatura. “Mis
colegas van a estar agradados con la librería, seguro querrán venir a conocerla
en su próxima visita a la ciudad”, me dije. Corrí la silla y me senté. Una corriente
húmeda penetró mi pantalón hasta mi trasero. Salté como una pelota de cuero
envejecido. El charco de agua en la silla me hizo recordar el aguacero de la mañana.
En ese justo momento me llamó la mesera:
–Ya puede venir por su torta y su café.
Fui hasta el mostrador intentando extraer con mis
manos el agua del pantalón. La chica jamás se dio cuenta. Le pregunté si al menos
podía facilitarme la clave de conexión a wifi.
–No la tengo, debo buscarla con la administradora–,
una respuesta que me hizo recordar la retórica existencialista de algún libro
escrito por Franz Kafka.
Regresé a la silla anegada por el agua de lluvia.
Encendí el PC y saboreé mi café americano. Dos minutos después la vi acercarse
hasta mi mesa:
–La administradora dice que debe solicitarla personalmente.
La escuché con la seguridad de que decía la verdad. Su
mirada seguía fija en algún fantasma atrapado en sus recuerdos. Por suerte la
torta de almojábana fue de las mejores que he degustado.
Está bien que Ibagué no le pueda competir a Barcelona
o Buenos Aires. También en esas ciudades deben suceder situaciones similares.
Más divertidas. O más patéticas. Nadie podría saberlo. Solo considero que la
creación de estos espacios citadinos para la cultura debe reunir ciertas
condiciones. No solo vender productos. Vender libros empieza por crear un
ambiente, y en eso también juega un papel clave la amabilidad de las personas,
como la señora que me saludó a la llegada a la librería. No importa si es el
dueño del local, el vigilante o la mesera. Todos deben esforzarse.
También los clientes hacemos que esos hábitos vayan
cambiando. Gana más clientes una librería con empleados amables, que con la
mejor colección de libros. La experiencia del cliente se mide, además de la
calidad del producto, por la atención que recibe.
Librería Pérgamo es un espacio que necesitaba la ciudad. Su servicio no se debe quedar en una buena oferta de libros. O en ser el lugar más equidistante para los que habitamos en los suburbios. Ni siquiera puede conformarse con vender la mejor torta de almojábana de la ciudad. Antes que los lugares y las cosas están las personas. A los lectores nos encantan las buenas experiencias. Algo de todo eso es a lo que llamamos cultura.