*Cuento ganador del primero puesto en el Concurso de Cuento Corto de Manizales (Octubre de 2017)
Por: Miguel Páez Caro
Esta vez lo volví a encontrar. A primera vista parece que lo de asemejarse a Mick Jaegger era un cliché. Ahora usa ropa formal y bigote a la manera de D´Artagnan o Dalí. Una parodia de sí mismo. Las canas y las arrugas lo acorralan, pero es obvio que es otra la causa de su cambio.
El que conocí era diferente. Aparecía dos veces por semana en su moto de alto cilindraje, con chaqueta negra de cuero y gafas Ray Ban a lo piloto de avión. En nada se parecía a un profesor de literatura, pero así me acostumbré a verlo. Muy rápido descubrí su pasión por The Doors y Pink Floyd. De su afición por la astronomía supe después. También de sus libros de poesía –tres en total– y de su primer lugar en el Premio Americano de Traducción Poética, por un poema de Emily Dickinson (con el tiempo se supo que era apócrifo y le retiraron el premio).
Un día encontré algunas de sus composiciones en la revista de la universidad. Se las presenté a uno de noveno semestre, que es un cerdo para criticar. Basura refrita, me dijo, eso me suena a Rimbaud y Verlaine. El comentario no me agradó tanto como su novia, que estudia biología y se las da de intelectual por andar con él. Ella fue la que, una tarde después de hacerme el amor, contó que los poemas del profesor estaban dedicados a las tarántulas que fotografiaba por las montañas de Antioquia. También me dijo que, lo único que no se le podía reprochar, era su conocimiento de la literatura norteamericana –en especial Edgar Allan Poe– y la devoción por Georges Bataille. Poe y Bataille son sus dioses, recalcó, al igual que la hierba.
En
el manicomio es otro hombre. Al parecer sufre esquizofrenia severa y recibe
atención especial por parte del personal médico debido a sus delicados y
repetidos estados de alteración nerviosa. Es innegable que se ha construido una
vida. Muy de mañana baja del dormitorio vestido con traje formal –pantalón de
paño, camisa de seda, zapatos de charol, corbata y gabardina estilo militar– y
pide pan de ajo con mantequilla y huevos a la inglesa. Como en West Point,
aclara. A muchos les parece divertido que actúe de esa forma. Todo un
gentleman, dicen las enfermeras. A mí me resulta execrable.
En el tiempo que fue profesor de la universidad era un irreverente. Recuerdo la ocasión en que el consejo académico le asignó la lectio inauguralis. El auditorio estaba a reventar. Llegó en jeans y camiseta. Tiró los guantes de conducir moto y una capa que traía puesta para resguardarse de la lluvia encima del escritorio. “No esperen que me convierta en santo solo por unas palabras que me pidieron los eclesiásticos”, empezó su discurso. La cara del decano era para reírse. A mitad del evento solo quedaban curiosos. Y yo, que disfrutaba de sus locuras.
Me dicen que su costumbre de recitar poemas de Butler Yeats y Francois Villon no la ha perdido. En el manicomio su público son las mujeres más viejas. También lo han sorprendido correteando a las enfermeras y confesando que su deseo es recuperar el don poético perdido a su regreso de Escocia. Como es obvio, nadie le cree porque saben que es un profesor de literatura víctima de sus fantasmas y condenado a la soledad de la demencia. Una sombra del irreverente y locuaz profesor que descrestaba con su conocimiento y con sus opiniones sobre la influencia del arte Pop en la cultura contemporánea.
He ocultado al personal del manicomio que lo conozco desde la universidad. Sería degradante. Pensarían que es por defenderlo y no soy de los que regala elogios. Suficiente tenía con los aduladores del grupo de investigación que le lamían las medias después de clase. No me llamaba la atención solo su talento. Eran sus locuras que ponían de cabeza la universidad. Nadie niega que fuera admirado y respetado. Pero eso es otra cosa. Lo que importa es que lo esperábamos con una fascinación que ninguno despertaba. No sé si él le daba importancia, pero sabíamos que tenía algo para decir. Los otros eran loros sin cerebro. Así sucedió todos los semestres. Todos. Excepto el último.
Cuando publicaron los nombres de los titulares de cátedra, su nombre no apareció. Tampoco se informó sobre las razones de su ausencia. Quizá partió rumbo a Boston para conocer el entorno de Poe, dijo uno de los zalameros del grupo de investigación. Era cierto. Ese era su sueño: conocer la ciudad, la gente y la atmósfera en la que Edgar había adquirido aquella aureola de misterio; ese su temple de poeta maldito, nos decía. Reconozco que dicha hipótesis no resultó descabellada. Sin embargo, era eso: una hipótesis. Nunca conocimos la explicación de la universidad. Simplemente no regresó. Se tejieron otras teorías: que había adquirido una enfermedad mortal por la picadura de un insecto en la cueva de Los Guácharos, por allá en el Magdalena Medio; que lo había mordido una serpiente venenosa en El Guaico, a donde acostumbraba ir para completar su mapa celeste y avistar las lluvias de estrellas que todos los años le llenaban la mente de fervor por la perfección del universo físico. Nadie se comió esas tonterías.
Hubo mucha basura circulando sobre el tema. Ya antes había sucedido. Me refiero al mito que creaba sobre sí mismo. Aún lo recuerdo. Fue casi al finalizar el tercer semestre, durante un seminario de literatura norteamericana. Era mayo y hacía frío en Medellín. El plan que nos propuso era sobre la necrofilia del loco Poe y su adicción al opio, temas que le apasionaban. Desde la primera clase abandonó el plan. A cambio nos leyó a un tal Ray Bradbury, de quien tenía un viejo libro con anotaciones que parecían tachones de niño de escuela. Su título era Crónicas Marcianas. Una clase tras otra nos explicó el libro y a través de él toda la literatura norteamericana. Y la universal. Toda. Y la poesía también. Aquel martes de mayo, lluvioso y estragado, lo esperábamos para proseguir el tema, pero no arribó a clase. Al comienzo, cual si fuéramos chicos de colegio, celebramos su ausencia. Luego sentimos una curiosidad cercana al morbo por saber si su final había sido trágico, como él mismo había profetizado. Al día siguiente apareció para la aburridora clase de poesía del Siglo de Oro. Tenía la mejilla derecha inflamada y un gesto desolador como el bicho de La Metamorfosis de Kafka, un tema al que le había dado martillo en algún curso. Dictó la clase sin aludir a su ausencia ni a su aspecto. Al finalizar la sesión narró lo sucedido. Había salido a la media noche en su moto para uno de los cerros de Medellín en busca de un lugar para ver las estrellas. Subió hasta El Volador, donde instaló su viejo telescopio. Fumó un poco de hierba y se entregó a la contemplación del firmamento paisa. Mientras yacía recostado sobre la maleza, una tarántula trepó hasta su rostro. No temía a los arañas. Así que la dejó cumplir su destino. Aunque la picadura fue leve, le produjo náuseas, mareos y una inflamación en el rostro semejante a la producida por un dolor de muelas. Nada grave, imprevistos de la nada, las estrellas dicen que todavía no es hora, aclaró.
También hablaba de cine. Bueno. De muchas cosas. Y lo hacía con la misma propiedad con la que comentaba a Heidegger o al Marqués de Sade. Nuestra afición por el cine era más bien insignificante. Una mañana lo vimos arribar al salón con un televisor –no más grande que una tostadora– que instaló sobre el escritorio. Nos invitó a rodearlo. Luego de una breve explicación, en que habló de la revolución de las mentes, dijo que se trataba de un filme con mucha gore. ¿Mucha qué?, preguntó alguien. El profesor lo miró un poco perturbado y le pidió que prestara atención a la película. Nunca supimos si quiso enseñarnos algo. Lo cierto es que el filme tenía escenas turbulentas y mucha sangre. Gore, sexo y violencia. Aunque también buena música. Música que ya habíamos escuchado en algún bar a la salida de la universidad. Cuando concluyó enarboló una apología sobre Roger Waters y la necesidad de que cada uno sea explosivo frente a la cultura, como una molotov. Antes de concluir la clase cargó con su tostadora rumbo a su oficina y nosotros pudimos retornar a nuestra vida.
Casi al final lo visité en su oficina de la universidad. Debía entregar mis avances de investigación. Me hizo seguir y los revisó mientras escuchaba música en los audífonos. Fueron quince o veinte minutos. Eché un vistazo a su guarida. Había muchos libros. Y afiches. En el primero, ubicado detrás de su silla, tenía una foto del firmamento, muy similar a las imágenes que nos enseñaba en clase. El segundo, en el costado derecho, era la foto de una tarántula. El tercero y el cuarto, junto al anaquel donde reposaban los libros, eran de Pink Floyd, su banda favorita. Cuando terminó de revisar las cuartillas del proyecto (algo sobre la influencia de Poe en la literatura policíaca), me recriminó mi falta de rigor y lo fácil que era deducir que yo no leía media página. Antes de salir tuve la intención de ponerle un puño en la cara.
Después de esas tonterías dejé la carrera de literatura y entré a enfermería. Todos los miércoles hago prácticas en el siquiátrico. No creo que estar aquí sea muy diferente de estar en clase de literatura, pero me siento más seguro viendo la locura desde lejos. Por las prácticas fue que lo volví a encontrar.
Esta tarde me informaron que escapó el fin de semana. Parece que su mujer, una funcionaria de las empresas públicas, volvió cuando él no la esperaba y le echó en cara todo eso de creerse Mr. Poe y vestirse como un poeta de poca monta. La mujer no se había resignado a perderlo, pero su intervención aceleró el desenlace. Quizá ese era su destino. Convertirse en Edgar Allan Poe y huir en busca de su pasado. Las ancianas extrañan sus poemas. Las enfermeras se sienten un poco más seguras. El personal de salud desocupó su cuarto. Como no tuvieron a nadie más, me entregaron (“usted que tenía tan buena empatía con el profesor”, argumentaron) un cuaderno con apuntes que encontraron en su mesa de noche, con un título espurio: Método de Composición. Alegué que no me interesaba porque otro Edgar Allan Poe los había escrito antes que él, y decidieron arrojarlos a la basura. De eso ya han pasado cinco días. Hoy es mi última práctica. Creo que su mito ha muerto. Al menos para mí.